⭐ Querida lectora, hoy vengo a presumir (o a hablar en positivo, si lo prefieres).
Hace unos meses me atreví a hacer algo a lo que tenía muchísimo miedo: apuntarme a (algo así como) un gimnasio. “¡Oh, no! ¡Manu se ha convertido en un coach!”, pensarás. Pero te pido que leas la historia completa antes de juzgar. Te prometo que al final llegarás a un momento muy emocionante.
Verás, lectora, a mí no es que sudar me dé miedo, ni siquiera jadear, ni moverme rítmicamente como un besugo poseído (como diría Encarnita Rojas sobre su baptisterio: ¿a quién no le va a gustar?). Pero el ejercicio, tal y como yo siempre lo he visto, está rodeado de un ente muy peligroso: Los Hombres. No hablo de los hombres como entidad masculina, sino de Los Hombres como mano ejecutora de la masculinidad hegemónica. Y ahí, perdonen mi francés, ya me cago un poco más encima.
Porque uno tiene sus traumas y la mayoría de ellos suelen estar relacionados con dicha normatividad. Al fin y al cabo, fue un hombre el que me ridiculizó por primera vez en una clase de gimnasia, allá por párvulos (nótese que no he dicho niño, esto era una figura de autoridad), comenzando un caso de bullying al que me gusta culpar de muchos problemas adultos. Y fueron hombres los que siguieron definiendo lo que debía y no ser uno para mí.
Y es una trampa curiosa, la masculinidad, porque habitarla significa una presión constante para permanecer en ella, pero rechazarla y salirse completamente de ella no va libre de castigo. Así que sí, tenía miedo a lo que podía encontrarme en un lugar tan aparentemente masculino como un box de CrossFit.
Pero, como siempre digo, no hay nada que un introvertido no pueda hacer cuando se agarra a la estela de la amiga extrovertida que lo adoptó un día. Así que, hace unos meses, con la excusa de apuntarme a yoga (clase también disponible en dicho box), me metí en mi primera clase de CrossFit.
No te voy a mentir, los primeros días lo pasé fatal. A la presión de “llegar” (a saltar aquel cajón, a levantar cierto peso, a acabar los ejercicios del día o simplemente a no echar la papa al final de la clase), se le unía la hipervigilancia constante que acompaña a cualquier persona queer en un espacio nuevo.
Pero persistí. Tanto en el CrossFit como en el yoga (esto es importante, ahora te cuento). Y en lugar del entorno hipermasculino que me esperaba, me encontré con una clase dominada por la presencia femenina (mujeres que nos hacéis de pantalla, las maricas os debemos la vida), un grupo de monitores que sabían adaptar el ejercicio a cualquier nivel y un nutrido grupo de hombres que me animaron a seguir (o pasaron de mí, cosa que también agradezco).
No sé si el género masculino ha cambiado, quizá lo haya hecho el número suficiente como para que se note ligerísimamente el efecto, o si simplemente tuve la suerte de elegir las mejores franjas horarias o la disciplina adecuada, pero lo cierto es que, por una vez en mi vida, el ejercicio físico no fue una tortura.
También os confieso que estaba en el momento mental adecuado para enfrentarme a eso y que creo que tenía las motivaciones que a mí me servían para seguir yendo día sí, día también. La razón por la que volvía no era verme ideal en el espejo (eso era un beneficio añadido), era mejorar, era levantar un día más kilos que el anterior o pulir la técnica.
Y ahora, lectora, sí que llegamos al final. Porque tuve que dejar todo esto con la mudanza, pero he tratado de seguir, al menos con el yoga. Y la semana pasada, después de meses de práctica, conseguí una parada de cabeza. No era la mejor, pero por algo se empezaba. Y además, venía a marcar un hito en un camino que espero que sea muy largo: el de llevarme bien con mi cuerpo, el de conocerlo y habitarlo de una forma cómoda, celebrándolo en lugar de castigarlo o de tenerle rencor por motivos ajenos a él.
Después de aquello, me pasé lo que quedó de día con la cabeza en una nube (oh, dulce ironía).
Y ahora, las otras estrellas:
⭐ Tangencialmente relacionado con lo que os he contado hoy, tenéis este post de Nate Stevenson (creador de Nimona, Leñadoras, She-Ra, entre otros). Aunque Stevenson sea reconocido por las famosas series citadas, sus cómics autobiográficos suelen ser los que más disfruto. Pasan del humor y la candidez de la vida diaria a la introspección de forma sencilla, pero no por ello menos efectiva. Si esta tira o su newsletter I’m fine, I’m fine, se os quedan cortas, Astiberri editó hace poco El fuego nunca se apaga, toda una joya.
⭐ Este fragmento de los Diarios (Lumen, 2013), de Alejandra Pizarnik
1 de enero, viernes [1960]
Que este año me sea dado vivir en mí y no fantasear ni ser otras, que me sea dado ponerme buena y no buscar lo imposible sino la magia y extrañeza de este mundo que habito. Que me sean dados los deseos de vivir y conocer el mundo. Que me sea dado el interesarme por este mundo.
✨ Como extra y ya que he hablado de cómics, de autobiografías y de hacer ejercicio, no hay libro que aúne estos temas como El secreto de la fuerza sobrehumana, de Allison Bechdel (Reservoir Books, 2021). ¿Os suena el test de Bechdel? ¿Ese pequeño truco para saber si las mujeres son importantes en tu película favorita o solo un decorado? Pues esta es la Bechdel que le da nombre. Es un viaje de libro, uno largo y a veces muy disperso, pero muy disfrutable.
Eso es todo, lectora. Recuerda, celebra tu cuerpo, es capaz de hazañas increíbles, como subir escaleras.
Leí El secreto de la fuerza sobrehumana y me gustó un montón, recomendado!!
Honestamente, qué mood lo del deporte. Alguna vez lo he pensado, pero además del tiempo, me encuentro con los mismos miedos que tú 😅