El trabahá
En el que te cuento que tengo un dilema laboral y filosófico, que no es pa' tanto, pero yo es que soy de rayarme fácilmente.
⭐ Querida lectora, hoy vengo a hablarte de currar. Sí, ni siquiera aquí puedes escapar, lo siento.
Mira que tengo temas pendientes, mira que tengo intensidades sobre las que podría escribir, pero hoy no, hoy he elegido uno de esos asuntos sobre los que nadie quiere hablar, o sobre los que hablamos demasiado, no hay punto medio: el trabajo.
En las semanas desde la última carta, este se ha comido más horas de las que me gustaría al día. Más de las que tiene mi jornada laboral. Más de las que tiene una jornada laboral normal y, sobre todo, una sana (pista ideológica número 1: la jornada laboral sana es mucho menor que la normal).
Y el caso es que, empecemos rápido con la polémica, me gusta un poco. Me gusta la realización que supone que haya días o épocas estresantes en mi trabajo. Me gusta la adrenalina que viene cuando todo se vuelve un poco complicado, cuando una palabra en un mail supone cambiar el tono, cambiar las consecuencias; me gusta estar cansado al final del día y puedo aguantarlo bastante tiempo, siempre y cuando tenga un ratito para el ocio o para ver a un amigo.
Y aquí vienen los problemas: por un lado, esto no se puede soportar a largo plazo, y cuanto más lo haga, más explotable soy. Ah, pero qué bien sienta la aprobación, ¿verdad? Por otro lado, me siento completamente traidor de mi ideología, no cuando trabajo muchas horas y lo permito (que, un poco, también), sino cuando encima lo disfruto.
Como buen habitante del twitter rojeras, recibo constantemente mensajes sobre lo terrible que es el trabajo asalariado, cómo la cantidad debería ser cero, que si Marx dijo tal y Engels, Pascual. Y bebo y respiro toda esta ideología, porque es precisamente estos días de jornadas eternas en los que más siento las consecuencias del capitalismo.
No escribí la newsletter la semana anterior porque no he tenido tiempo material. No he visto a los amigos que viven más lejos porque estoy pegado a un trabajo que me dará la patada de aquí a unos meses. No he tenido casi tiempo de limpiar, cocinar o hacer ejercicio, necesidades básicas para que no se te coma la mierda, para no comer mierda o para no sentirte como una mierda (perdona por tanta caca de repente).
La jornada laboral sana no es de 12 horas. No es de 8. Ni siquiera son las 7 por las que luchan, o dicen que luchan, los que nos gobiernan. Y aun así, soy consciente de que soy muchísimo más privilegiado de lo que otra gente será jamás. El tiempo que durará el estrés será corto. El sueldo es bueno. La experiencia, increíble.
Pero a menudo me encuentro buscando el punto medio de todas estas contradicciones. ¿Puedo echar más horas si lo que estoy haciendo me gusta? ¿Puede acaso un trabajo gustarme, si se supone que solo puede ser mi sustento económico? ¿Cómo puedo dedicarle la mitad de mi día consciente a una actividad y decir que solo estoy cambiando mi fuerza de trabajo por un sueldo? ¿Puedo pensar en el trabajo en mi tiempo libre o incluso ahí estoy traicionando a mi rojerío?
He hecho y visto cosas chulísimas gracias a mi profesión, una que elegí según mis gustos personales. Me gusta la naturaleza y soy una rata de biblioteca, pero una a la que le gusta dar vueltas en una rueda mientras lee un libro. Así que cuando más brillo y cuando mejor me siento es cuando tengo un poco de prisa y estoy, más o menos, tratando con algún tema que tenga que ver con el medioambiente. ¿Cómo no va a gustarme mi trabajo, aunque lo que hago ahora mismo* esté tan alejado, en teoría, de las plantas y los animales?
(*voy a mantener el misterio, sorry, no es que ni incluso a mí me cueste explicarlo, qué va)
Estoy un poco harto de hacerme estas preguntas, de plantearme tantas cosas. Si no puedo ser rico, sinceramente, lo que más me apetece es tener una cabaña en el bosque y dos o tres perros con nombres de árboles o algo así (pista ideológica número 2: la conservación de la naturaleza es más importante que la falsa idea del progreso y el crecimiento infinito).
Y ya, no tengo más cosas que decir hoy, no tengo frases lapidarias ni nada por el estilo, solo un chorrón y medio de dudas, la certeza de que no puedo identificarme con mi trabajo al cien por cien (gracias, inestabilidad laboral), y poco, muy poco tiempo.
Y ahora, después de este desfogue ideológico, las otras estrellas
⭐ El otro día, gracias a los aviones y los tiempos de espera, le arranqué unas buenas páginas a Querer como las locas: Pasiones maricas ocultas en la copla de Rafael de León (Cántico, 2023), de Jesús Pascual. Puede que este joven cineasta os suene de documentales como el corto Mi arma (2019) o ¡Dolores Guapa! (2022), en los que explora la identidad queer andaluza desde distintas perspectivas. O puede que no os suene de nada, al fin y al cabo, este es mi imperio romano. Los dos están disponibles en Filmin, plataforma que,además ahora está de oferta, pero como todavía no me patrocinan, no os voy a dar más detalles.
En este libro, una adaptación del trabajo de fin de máster del autor, Pascual, más que un análisis de la copa de Rafael de León, lo que hace es un acercamiento a los amores prohibidos que tan bien expuestos están en la copla del poeta. ¿Por qué? Verás, la copla, en su mayor apogeo, no solo era el género favorito de toda buena ama de casa que se precie, también lo era de las maricas, porque qué puede haber más identitario que una canción que habla de un amor que no puede ser, de ser la otra o de esperar a tu hombre apoyao en er quisio de la mansebía.
Esta relación entre copla y mariconerío se hace a través de Antonio Millán, la Palomita de San Gil, abuela marica andaluza y transformista ocasional, una visión de una vida muy peculiar (uy, lo marica y el género, lectora, cuando yo me meta ahí…), las palabras de alguien que sobrevivió al franquismo y todo lo que vino después encajando en el minúsculo hueco que le tenía reservada la sociedad andaluza. Y ya casi me callo, de verdad, que es mejor leerlo.
Pero antes de dejar Querer como las locas del todo, rescato este fragmento de El escándalo, de Cernuda, que el propio autor cita.
“Un coro de gritos en falsete, el ladrar de algún perro, anunciaba su paso, aun antes de que hubieran doblado la esquina. Al fin surgían, risueños y casi siempre envanecidos del cortejo que les seguía insultándoles con motes indecorosos. Con dignidad de alto personaje en destierro, apenas si se volvían al séquito blasfemo para lanzar tal pulla ingeniosa. Más como si no quisieran decepcionar a las gentes en lo que éstas esperaban de ellos, se contoneaban más exageradamente, ciñendo aún más la chaqueta a su talle cimbreante, con lo cual redoblaban las risotadas y la chacota del coro. Alguna vez levantaban la mirada a un balcón, donde los curiosos se asomaban al ruido, y había en sus descarados ojos juveniles una burla mayor, un desprecio más real que en quienes con morbosa curiosidad les iban persiguiendo”
Tenía más estrellas, lectora (qué suerte la mía, no siempre pasa), pero casi es mejor dejarlo aquí. Si trabajase menos, me pasearía más, me contonearía más y me oirían llegar mis amigas anunciando mi paso a grito en falsete.
Un abrazo, lectora.