La certidumbre
En el que hablo de cambiar, de no saber a dónde vas pero tener claro de dónde vienes.
⭐ Querida lectora, hoy vengo a llorarte.
Si me conoces un poquito, sabrás que nunca he estado muy agusto con la ciudad en la que me ha tocado nacer. Las señas de identidad en esta parte casi limítrofe de la Comunitat Valenciana a veces pueden diluirse, sobre todo cuando vienes de una familia compuesta por una manchega de adopción y un alicantino al que le prohibieron hablar su idioma.
Nunca he sentido que terminase de encajar. Siempre he vivido la fiesta grande de la ciudad sin demasiada implicación, en una especie de periferia emocional; no siento fascinación por nuestra querida y céntrica playa porque he pasado tantos años pegado a ella que ya solo es una fuente de recuerdos muy, muy lejanos; incluso mi barrio está salpicado de traumas que prefiero no revisitar (no paso por su plaza salvo causa de fuerza mayor).
Pero en 2020 ocurrió algo, no sé si os suena, tiene que ver con cierto virus, que me hizo quedarme en Alicante más tiempo del esperado. Eso, unido a una inestabilidad laboral, me ha anclado a una ciudad que me resultaba incómoda, cargada de sentimientos complicados.
Y ahora, tres años después, me encuentro diciendo lo mismo que en aquel entonces: «Quiero irme». Y lo he conseguido. Me voy. Ni sé por cuánto tiempo, ni sé dónde estaré durmiendo cuando leas esto, y una parte escandalosa de mi cabeza no para de gritar que todo se va a ir al garete, que es una ilusión, pero me voy. Debería estar contento, ¿verdad?
Pues estoy destrozado, lectora, tan contento como destrozado. Porque tres años (más, en realidad) son el tiempo suficiente para reconciliarte con un lugar, para comprender que los recuerdos envenenados pueden ser sustituidos por otros nuevos. Un barrio con el que no tenía relación alguna se convirtió en el sitio en el que viví la pandemia junto a una de mis mejores amigas. Aquella plaza cargada de ponzoña es el lugar en el que nos reunimos hace tan solo unas semanas Ana, Laura y yo cuando más lo necesitábamos. La playa de mi infancia ahora es también la playa al lado de la que vive otra de mis mejores amigas, una que no tenía antes de estar anclado aquí, y que además ha sabido transmitirme el amor que siente por esta ciudad que, a su manera, me resultaba desconocida.
Estas raíces son nuevas y ahora me toca cambiarlas. Y la alegría y la incomodidad conviven de una manera extraña, incierta.
Pienso mucho, seguro que lo has notado, en las amistades que hacemos en la edad adulta. En el esfuerzo y la intencionalidad que se pone en cada una de ellas, en el poco tiempo que nos deja el capitalismo para cuidarlas como se merecen; en que, a pesar de tener tanto en contra, con mucha suerte y empeño, consigues hacerte un hueco en la vida de otras personas.
¿No es eso extraordinario? El mundo es vasto y el tiempo, inabarcable. Y, aun así, nos las arreglamos para hacer que algo tan simple como una plaza, una playa, el barrio que vemos a diario, sean lugares cargados de significado, para coincidir en esta vorágine estelar. Ese es el poder de las relaciones humanas.
El Manu que re-emigró a Alicante en 2019 no es el mismo que el actual. El de 2023 tiene una mochila de recuerdos, los pies enterrados en este secarral costero y, a pesar de eso, se siente más ligero que nunca. El de ahora sabe lo que es caerse y confiar en que te van a levantar. Sabe que una amistad vale más que cualquier trabajo. Sabe que tiene un sitio al que volver si todo falla y una gente a la que llamar hogar.
Esta entrada iba a llamarse La incertidumbre, pero según escribía me he dado cuenta de que nos centramos demasiado en lo desconocido y de que esas certezas que nos sostienen un día tras otro, rutina sobre rutina, se merecen que les prestemos más atención. O, al menos, que les rindamos un pequeño homenaje cuando tenemos la oportunidad.
Lectora, como has podido notar, se vienen cositas, así que he aprovechado para ponerme sentimental. Me gusta contar historias en esta newsletter y hoy creo que me he desviado un poco, pero también sé que un escritor, a veces, tiene que escribir lo que siente. Así me he construido yo como narrador y así seguiré, mientras pueda.
Si te apetece sacar algo (un consejo, una lección, lo que sea) de esta entrada, puedes hacerlo, pero no es obligatorio. Aquí yo hablo de mi vida, que coincidamos es solo fruto de la casualidad y de la condición humana que compartimos.
Y ahora, vamos con las otras estrellas. Hoy, un especial artístico:
⭐ Este díptico de Heidi Chanel, @permabunny.ink, que resume muy bien cómo me siento ahora mismo.
How do you trust the versions of yourself you will be? How do you forgive the versions of yourself you used to be?
⭐ Mateusz Urbanowicz es un artista polaco afincado en Japón. Llevo años viendo cómo dibuja paisajes espectaculares, llenos de personalidad, pero la parte de su trabajo que más me gusta son sus ilustraciones de fachadas de comercios japoneses. Sus acuarelas no solo tienen una calidad artística excelente (entre tú y yo, son muy bonitas de ver), sino que además son una forma muy especial de plasmar la historia de un lugar.
Tengo la sensación, cuando miro los comercios de Mateusz, que hay un equilibrio muy difícil de conseguir entre la imaginación, el recuerdo y la realidad. Son más que una postal y más que una foto. Ojalá cada lugar tuviese su Mateusz particular. De así ser, seguro que nos daría menos miedo el movimiento, menos miedo el regresar a un lugar y descubrir que ha cambiado para siempre, que aquello que un día amaste solo vive en tus recuerdos.
En España, tenemos la suerte de tener dos libros que compilan su obra editados por Tomodomo. Yo ando estos días hojeando el primero, Comercios de Tokio, aunque estoy deseando echarle el guante a Tokio de noche.
Eso es todo lectora. Aprecia tus certezas. Nos leemos dentro de dos semanas.
Amiga, tengo la certeza de que todo te va a ir bien, ya verás 💕
Joder, si es que da igual el género, el medio o el momento: leerte SIEMPRE es un gustazo ♥️
PD: SUERTE EN CAMBOYA.