⭐ Querida lectora, hoy vengo a hablarte de andar con las zapatillas de otra persona.
Últimamente he salido bastante de excursión. Estar en el centro tiene ventajas para mí, un chico de costa, y es que me quedan cerca muchos lugares que normalmente no tendría la oportunidad de visitar. Entre salidas al campo, a pueblos cercanos y a provincias en las que nunca había estado, acumulo ya unas cuantas a mis espaldas.
Los lugares visitados no tienen mucho en común salvo esa extrañeza que me produce todo lo castellano y un repetitivo gusto por reyes, reinas y demás nobleza muerta (cosa de capitales y alrededores). Pero he tratado de mantener una constante en todas estas excursiones: las zapatillas.
El fin de semana pasado el destino fue Ávila. Mientras paseábamos por su muralla, S. me preguntó por ellas (supongo que hablábamos del tema, no es que sea una pregunta muy común). “Son más incómodas de lo que parecen”, recuerdo que le dije. Y es cierto. Mis zapatillas de excusión son ligeras, pero tienen una pequeña desviación en la cara interna que me hacen andar un poco como un pato. Además, son azul oscuro y naranja, unos colores que yo nunca elegiría.
¿Y por qué son así? Bueno, pues porque ni las elegí yo ni fui la primera persona en llevarlas. Pero precisamente por eso las llevo.
Cuando murió su primer dueño, no derramé muchas lágrimas. No es que no las sintiese, pero creo que el shock era demasiado grande como para llorar. Había demasiado dolor a mi alrededor como para añadir el mío. Era mejor callarse, mirar al infinito, incluso soltar un chascarrillo si alguien necesitaba reírse.
Aquella fue la primera muerte impactante que he vivido. Nací tarde dentro de mi familia y mis abuelos han sido solo un recuerdo impuesto, una figura legendaria a romantizar, pero con la que tengo poco que ver. Nunca había vivido un duelo tan cercano, tan personal, no sabía qué hacer.
Me ofrecieron visitar el cuerpo, pero me negué; el último recuerdo de mi cuñado era demasiado precioso (dando un paseo por unos viveros). Me ofrecieron un colgante con sus cenizas, pero me conozco y sé que acabaría colgado y olvidado en cualquier rincón de mi habitación. Lo que sí acepté fueron sus zapatillas. Azules y naranjas, un poco usadas, un poco demasiado grandes para mis pies.
Pero ahora, con cada excursión siento que él visita otro sitio más. Con cada paseo, siento que sumo unos pasos más a su contador, que no se ha detenido del todo. Sí, es un poco estúpido. Es una acción con fecha de caducidad (algún día las zapatillas estarán tan destrozadas que tendré que tirarlas), es poco racional, finita, fútil, pero es mía, es mi duelo, es mi forma de crear recuerdos con alguien que ya no está, de contarle lo que ya no puedo, de decirle que me siguen pasando cosas aunque no esté aquí para verlas, mi extraña newsletter hacia el más allá.
No tengo recomendaciones, lectora. La muerte es tan pública y grande como íntima y diminuta, solo te deseo que encuentres el ritual para mantener a tu lado a los que ya no están, para sacarlos de excursión contigo, para que sigan andando un poco más.
Y ahora, las otras estrellas
⭐ Sobre la muerte, Rodrigo Cuevas canta
Qué hermoso sería morirse
Morirse siendo querido
Pero qué amarga es la muerte
Cuando la muerte es olvidoMuerte en Montilleja, Rodrigo Cuevas.
La canción pertenece al disco Manual de Cortejo (2019), en el que, junto a Raül Refree, actualiza y trae al presente el folklore del norte español. El vídeo de la canción está dirigido por Ricardo Villoria y, advierto, es sexy. Mucho.
⭐ Sobre la escritura, Joan Didion afirmaba que era un acto hostil. En una entrevista para The Paris Review, en 1978, le decía a Linda Kuehl:
Es hostil en el sentido de que estás intentando que alguien vea algo tal como lo ves tú, imponer tu idea, tu imagen. Es hostil intentar manipular de esa forma la mente de alguien. A menudo lo que quieres es contarle a alguien tu sueño, tu pesadilla. Y, en fin, nadie quiere oír un sueño ajeno, sea bueno o malo; nadie quiere cargar con él. El escritor siempre está intentando engañar al lector para que escuche su sueño.
Joan Didion, Lo que quiero decir (Literatura Random House, 2021. Traducción de Javier Calvo Perales).
Cuando digo que soy un escritor visual, pienso en esas palabras. Me obsesiona la imagen que creo, que aparezca en la mente del lector tal y como lo hace en la mía. En un mundo ideal, abriría cabezas, desparramaría fotogramas de películas que no existen y volvería a dormir, en busca de más sueños. Quizá por eso esta newsletter supone un reto mayor que cualquier ejercicio de curso de escritura creativa por el que haya pasado antes.
Tranquila, no quiero dejar de escribir sobre manos que se encuentran cuando no deben, sobre motas de polvo que bailan en rayos de luz y sobre suelos cubiertos de flores, pero qué bonito es poder explorar otras formas de hostilidad y que te escuchen.
También decía Didion unos años antes que escribir es «una imposición de la sensibilidad del escritor en el espacio más privado del lector».
Gracias por dejar que me cuele en ese espacio otra vez, gracias por dejarme hacerlo con las zapatillas de otra persona.